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TEATRO: El Zoo de Cristal

El Zoo de Cristal retrata la vida de los Wingfield, una familia sureña de los EEUU de los años 30 del pasado siglo. Sobresale la figura de Amanda, la madre, una mujer obsesionada con salir de la pobreza y sacar adelante a su hija Laura, una joven cuya leve cojera la ha transformado en un ser patológicamente inseguro, volcada exclusivamente al cuidado de sus figurillas de cristal. 
Amanda resulta un personaje desmedido que provocará la sonrisa de los espectadores. Junto a ella, Tom, el hijo ambicioso que se debate entre el deber de cuidar a su familia y el deseo de salir al mundo. Tom es un reflejo autobiográfico de su autor. El último personaje es Jim, el deseado pretendiente que ha buscado Amanda para su hija y que no podrá serlo, representa todo lo que la familia ha deseado. A su vez, impacta la figura del padre ausente, que está en boca de los personajes y cuya fotografía se destaca en momentos clave. La historia se cuenta desde la perspectiva de Tom, quien abre y cierra la obra con dos monólogos estremecedores, que en cierto sentido recuerdan hecho biográficos de su autor.



Francisco Vidal revive la obra de Tennessee Williams, este zoo de cristal adaptado por Eduardo Galán nos sumirá en un viaje emocional a través de una historia que se balancea entre una profunda ternura y el tormentoso delirio que provocan los sueños rotos. La fantasía se funde con la realidad para hacer un camino por el que transitan personajes llenos de poesía, cargados de razones y dotados de una verdad que le suma el mérito a un elenco actoral en estado de gracia. "El Zoo de Cristal" envuelve la escena de magia para intercalar la luz con la penumbra en un baile de sensaciones que se asemeja a la vida.


Silvia Marsó despliega sus armas, bien cargadas de una sensibilidad matemáticamente medida, y las pone al servicio de su personaje, Amanda Wingfield: una mujer que intenta recuperar una vida que ve perdida a través del control de la de sus hijos. En ellos pone la esperanza de su propia salvación, aunque conseguir lo que se propone implique combatir las ilusiones de sus hijos y aniquilar sus anhelos. La madre neurótica, castrante y obsesiva se completa con la ternura de una mujer cuya razón vive en la nostalgia de un ayer añorado. Precisamente por ese baile de sentimientos que nacen de Amanda, el público se mece continuamente en la contradicción de quererla y odiarla. Silvia Marsó parece haber nacido para ser Amanda Wingfield; compone así un personaje tremendamente real con la dificultad que supone navegar en todos los estados emocionales posibles dentro de un mismo cuerpo. Impresiona su fuerza, el dominio con el que la actriz impregna la psicología de su personaje controlando a la perfección su voz, su manera de andar, sus gestos y su mirada. Todo en ella es Amanda y todas las mujeres son Amanda en algún momento. El trabajo de Marsó es sencillamente sobrecogedor por la verdad impresa en ella y su manera, aparentemente fácil, de llenar la escena con su sola presencia. Asistir a su metamorfosis, constante y visible, es un espectáculo incomparable.


Pilar Gil representa la fragilidad y la dulzura de un personaje encerrado en sí mismo: Laura es el cristal de este zoo, una joven perdida en un mundo impuesto en el que no sabe encajar. Su universo se reduce a las cuatro paredes de su casa; más allá de ellas, un mundo desconocido que le aterra en el que ni siquiera intenta desenvolverse por el freno de su propio miedo. Pilar hace un inteligente ejercicio de interpretación para personificar a la perfección la pureza de Laura y su sentir, entendido por el respetable e incluso compartido a veces, por la facilidad con la que Pilar transmite la emoción que produce cada una de sus acciones.

El debate eterno entre la persecución de los sueños y el deber correspondido aparece en los conflictos que se desatan en el personaje de Tom, quien responde al recuerdo que el dramaturgo Tennesse Williams tenía de su adolescencia. La piel de Alejandro Arestegui envuelve el ser idealista de Tom con el desgarro creíble de un personaje que persigue su libertad a un precio alto. Los monólogos, seña identificadora de esta obra mítica, adquieren una verdad inmensa en boca de Alejandro Arestegui, un perfecto Tom coronado por brillantes matices.

El reparto aparece resuelto eficazmente por el equilibrio que concede Jim, ex-compañero de colegio de Laura y amigo de Tom. Su irrupción en la escena hará girar la trama añadiendo los ingredientes necesarios para crear un ritmo muy particular. Carlos García Cortázar hace de Jim un más que correcto personaje, moviendo los engranajes justos para atar y desatar, de manera inconsciente, el peso de la trama.


Cada uno de los personajes carga con un drama que acaba empapando al resto y provocando unas consecuencias que, a su vez, generarán situaciones en las que el público se inmiscuye con otorgada licencia. Un regalo para el espectador, que se baña de emociones en 100 minutos. La risa, la melancolía, el desasosiego y el brío con el que el soñador despierta, son protagonistas en algún instante de esta obra. La complejidad del texto y la puesta en escena de Francisco Vidal aparecen resueltas con honestidad y maestría, llevándonos de la mano a un universo donde es fácil sumergirse. Una sobresaliente adaptación, esta que nos ocupa, que hará reflexionar sobre el ser humano; sus razones, sus miedos, sus fantasías, sus luchas, sus deseos y sus contradicciones. 

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